miércoles, 7 de agosto de 2013

Crónicas solares 2013 (I)


Los últimos que los vieron vivos

Se fue hacia los árboles, de vuelta a casa, dejando tras de sí el ancho cielo, el susurro de las voces del viento en el trigo encorvado.
Truman Capote – A sangre fría
 

Este escrito no es fruto de la imaginación. Ni es el resultado de una entrevista con un loco. Ni es consecuencia de haber accedido a archivos que custodian secretos de estado. Y ni mucho menos es un relato destinado a hacer de relleno del suplemento de verano de los periódicos. Al contrario: este escrito refleja un momento especial en la vida de la pedanía de Can Belladona un cuatro de agosto de 2014.
Justo un año después de la llegada de las balas de paja a aquellos parajes.



Can Belladona está situada en el corazón de frondosas arboledas en el centro geográfico de la comarca de la Selva al sur de Girona.
Entre esas arboledas, se extienden varios campos de trigo, centeno y cebada divididos en el centro por la riera que da nombre al diminuto vecindario: Belladona. El olor de las gramíneas de espigas doradas invade y penetra en las fosas nasales de los forasteros hasta dejarlos hipnotizados por fragancias que nunca conocieron. Los pocos lugareños que se dejaron ver en aquella misteriosa mañana vestían con la típica indumentaria de los que trabajan el campo y almuerzan hogaza de candeal con longaniza. Aunque los labradores ya no cuentan con las jugosas ayudas de los fondos europeos en su gran mayoría. Después de algunos pequeños desajustes - sin importancia alguna - en Lehman Brothers en aquel fatídico 2008, todo se torció. Las pérdidas, la burbuja inmobiliaria, la crisis económica, el paro, los préstamos tóxicos, la corrupción…todo conformaba un glosario de términos que ha estado ametrallando las conciencias de  los ciudadanos día tras día.
Excepto en Can Belladona. 
Donde a nadie pareció preocuparle ni lo más mínimo qué sucedía en los parqués financieros ni en las jerarquías políticas desde hacía años.
Hasta que la inquietante y silenciosa llegada de agrupaciones de balas de paja en la madrugada del cuatro de agosto de 2013 confirió a aquel paraje una extraña luz.


Una luz que dibujó una pétrea e impersonal expresión en los rostros de los lugareños. Igual que tras una operación de cirugía estética realizada en la trastienda de una peluquería, los rostros de los habitantes de Belladona ya no volverían a ser los de antes. Sus habitantes refulgían antaño con su mirada el aura de los que son diferentes. Porque conocían las leyes salvajes de la naturaleza. De aquellos que conocían la verdad de las leyendas y rehuían desconfiados de los que querían corromper la magia de la naturaleza. Y hoy, un cuatro de agosto de 2014, un año después, las balas siguen en el mismo lugar como muestran las fotos que realicé en aquel entonces. Inquietantes y silenciosas. Turbadoras y sigilosas. Adoptando las tácticas romanas de infantería desplegándose para la batalla.
El toc-toc-toc-toc pesado pero suave de la bicilíndrica que conducía era el único sonido que distorsionaba en aquel paraje.  Los chasquidos de madera liberándose de la calima, el cantar aflautado de ruiseñores y el rumor del plumaje de hojas de largos y elegantes chopos acariciados por la tórrida y húmeda brisa de suroeste eran los sonidos propios de Can Belladona. Y quizás la madera, los ruiseñores y los chopos fueron los últimos testigos que los vieron vivos.
Comencé a virar la moto para deshacer el camino de entrada de aquel extraño vecindario. Debía continuar mi viaje en moto por la tierras ignotas y desconocidas de la provincia de Girona y que solía repetir cada verano. Miré por última vez a los labradores autómatas que pellizcaban mecánicamente una y otra vez migas de hogaza de candeal sentados en torno a un botijo de agua. Su mirada era neutra y perdida. Y fue entonces cuando dejé atrás la pedanía, las balas de paja y el trigo. Atrás dejé una extraña noticia que nunca fue publicada. Atrás dejé, tal y como rezaba en el cartel de entrada:

Parque temático rural de Can Belladona

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